Se encerró en su cuarto dejando atrás todos esos estereotipos que le entregaban facilidad para vivir, pero que lo llenaban de vacío. Encendió el cigarro reflexivo y se dio cuenta de cuanta estupidez había cometido en el nombre del buen juicio: tenía el cuerpo de un joven que no se condecía con sus actos de anciano. Eso era lo que más pena le daba, el no poder huir de esa vejez prematura, siempre haciendo lo correcto, como si el día del juicio final fuese en breves momentos. Quizás por eso era un fumador compulsivo, como una forma de invocar arrugas y enfermedades incurable, para asì anticipar desgracias y ser considerado por los espíritus de poca atención como alguien conocedor de lo predictible.
Ella golpeó la puerta de su casa durante horas para llevarlo al sanatorio de la ciudad, aquel donde muchos habían sido dados de alta y logrado hacer una vida normal. Él hizo caso omiso a las promesas que ya parecían supraterrenales y a las patadas de furia que terminaron siendo ecos de advertencia de calamidades. Encendió otro cigarro, ya autocomplaciente, tomó sus lentes de sol, el reproductor de mp3, unos cuantos libros y decidió huir nuevamente hacia la locura más razonable, eludiendo los caminos del frenopático.
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