La protegían en la torre de marfil que construyeron en aquellos desdichados años, cuando la peste borró buena parte de la población. Ante la inquietud de la pequeña infanta por encontrarar la luz decidieron asignarle un tutor por cada área del saber. Ella se esmeraba en el clavicordio, en aprender el nombre de los astros y constelaciones, pero la aritmética le disgustaba pese a sus notables habilidades lógicas. Esperaba el día en que ellos fuesen complacidos para así tener la llave hacia los prados donde jugaban los hijos de los pastores caprinos. No podía ir con ellos por el sol abrasador, por su delicada piel que no soportaría el contacto con esa naturaleza violenta.
Hasta que ocurrió lo impensado: quemaron la aldea, derribaron las enormes puertas del castillo, saquearon hasta que abandonaron el territorio, sin antes cerciorarse de que nada crecería en aquel lugar. Sin embargo la torre hizo que los invasores mostraran algo de su casi inexistente humanidad: inexplicablemente no se atrevieron a ingresar a la columna blanca.
Y ahí estaba ella, recibiendo la esperada lluvia de abril, sus piernas mutaron a raíces gruesas que salían de la base de la torre, sus brazos se alimentaron de los albinos muros, sobresaliendo dedos de largas ramas, sus cabellos ya eran abundante follaje: su cuerpo y su vida serían el perdido Sauce Blanco. En sus sombras claras, las musas encontraban un confortable sitio para componer armonías que despertaban paciencia y tranquilidad.
Hasta que ocurrió lo impensado: quemaron la aldea, derribaron las enormes puertas del castillo, saquearon hasta que abandonaron el territorio, sin antes cerciorarse de que nada crecería en aquel lugar. Sin embargo la torre hizo que los invasores mostraran algo de su casi inexistente humanidad: inexplicablemente no se atrevieron a ingresar a la columna blanca.
Y ahí estaba ella, recibiendo la esperada lluvia de abril, sus piernas mutaron a raíces gruesas que salían de la base de la torre, sus brazos se alimentaron de los albinos muros, sobresaliendo dedos de largas ramas, sus cabellos ya eran abundante follaje: su cuerpo y su vida serían el perdido Sauce Blanco. En sus sombras claras, las musas encontraban un confortable sitio para componer armonías que despertaban paciencia y tranquilidad.
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