sábado, 25 de junio de 2011

Serapio

Serapio, el sapo, vivía en una pequeña laguna artificial junto a sus otros compañeros sapos. Esa laguna era bastante silenciosa, lo que era el principal atractivo del parque. Nadie croaba, pues de esa forma el sitio no perdía su atractivo, además los batracios temían que si desentonaban con el lugar nadie lo visitaría y secarían la laguna para construir una casa, como ocurrió con la ciénaga de donde provenían.

La comunicación de los sapos parecía ser perfecta, pues sin necesidad de croar tenían alimento, solucionaban sus conflictos, se casaban, jugaban: todo estaba sobreentendido, lo que era fantástico. Los científicos tenían claro que en los genes de este tipo de sapos podían encontrarse la capacidad de solucionar todo lo cotidiano en sus anfibias vidas.

Pero Serapio tenía mucho que croar.

Los gestos de los otros sapos amonestaban a Serapio:

-¿Qué es lo que tienes tanto que decir?

- No cualquiera puede croar, nuestra especie no lo necesita. Además si pudieramos comunicarnos con sonidos serían solo ruidos horribles que espantarían a todos, tanto que nadie visitaría la laguna y terminarían secándola.

Pero Serapio insistía con que debía ser escuchado.

La comunidad se tomó en serio los deseos de Serapio, era una amenaza. En una asamblea anfibia, que era silenciosa, los sapos decidieron evitar el peligro que representaban los anhelos de tan desubicado ejemplar.

Una noche, un grupo de batracios fueron a buscar pétalos de rosa, de girasoles y de otras flores coloridas, las exprimieron y en distintos recipientes vaciaron las soluciones. Esperaron que Serapio durmiera y con una ramita de aromo pintaron el cuerpo de éste.

Al amanecer, Serapio decidió croar. Emitió disonantes ruidos que para él estaban llenos de significado, mientras el resto se escondía acorde a lo planeado en la reunión.

Tal como lo esperaban, apareció el Niño Curioso que con una red atrapó sin problemas a nuestro colorido amigo.

- Es distinto a los otros que he cazado, me llama mucho la atención como croa- pensó el pequeño -creo que a este no lo disecaré y lo tendré en el charco de mi casa para escucharlo con atención.

La comunidad quedó satisfecha, el riesgo se había acabado, todo había vuelto a la normalidad, a ser bellamente correcto y silencioso.

¿Y Serapio? Nunca más se supo de él, tampoco del Niño Curioso. Quizás se hicieron amigos. Quizás pudo entender qué era lo que Serapio quiso tanto croar.

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