miércoles, 15 de junio de 2011

Gata de plata

Durante la mañana, Agustina, la gata, más conocida como "Cucha", jugaba con los restos de lana que iba dejando doña Alicia. En la tarde gustaba descansar sobre la pequeña alfombra del comedor mientras la anciana preparaba un guiso de menudencias que el animal agradecía ronroneando golosamente.Ya al atardecer se sentaba en las faldas de la doña que tomaba mate en la mecedora.

La principal actividad de la señora era tejer para los pequeños huérfanos de la casa de acogida que estaba al otro lado de la ciudad. Ella pensaba en la falta de abrigo que creia que padecían los niños de ese viejo edificio, húmedo, oscuro, no como las comodidades de la Cucha, que tenía su cama de lana, el guiso caliente de la tarde y el brasero con el que se acompañaban casi siempre. Esto último era consecuencia de vivir en una región donde el invierno era el amo.
Este ambiente de soledad era el que tenía a la gata disconforme, pues todos los días eran aburridos y rutinarios, salvo cuando iba a acompañar a la anciana a la casa de acogida. Le encantaba viajar en su canastito hecho especialmente para ella, podía mirar los pinos por la ventana del autobús y comer galletitas de avena que eran reservadas solo para esa ocasión, la única que rompía la monotonía.
Un dia doña Alicia cayó muy enferma y tuvo que hospitalizarce, luego la Cucha se separaría de su dueña para ser cuidada por la hermana de la anciana, doña Olga, otra mujer solitaria y de una gran fortuna expresada en una enorme casa en la ciudad.
En ese lugar todo era brillante, esculturas de animales en diversos materiales, sobre todo metales, piezas dignas de un pequeño museo de provincia, alfombras persas y una armadura de un caballero andaluz. Doña Olga consentía en todo a la Cucha, las mejores carnes para su almuerzo, la leche más sabrosa de la ciudad para el desayuno, pescado para la cena, todo tan delicioso e infinitamente mejor que los restos que su ama le daba y que ahora los consideraba poco sabrosos. Comparaba reiteradamente la vida sencilla y aburrida de su dueña con este otro mundo mucho más fascinante, lo que la llevó a considerar conveniente olvidar el cariño y dedicación de la señora Alicia y se propuso no volver más a su lado.
Al pasar los días, el interés de la gata por los objetos que adornaban la casa fue aumentando. La mujer lo notó, como si entendiera el idioma gatuno en los ronroneos de la Cucha por los servicios de platería. Obnubilada mirando las cucharitas, los tenedores y los cuchillos se convenció de que si adoptaba el brillo de ese color en su cuerpo podía quedarse para siempre en la casa.
Una noche, en el invernadero, Doña Olga se acercó a la gata, que miraba embobada la luna plateada, y le dijo al oido con voz trémula y oscura: "Puedo cumplir tu deseo, pero no traicionar a mi hermana".
Cuando doña Alicia salió del hospital recibió el misterioso regalo de la adinerada mujer, necesario para poder sobrellevar las consecuencias de su enfermedad y que sola no lo hubiese podido costear: un bastón de ébano. La anciana estaba muy triste por la pérdida de Agustina, solo la consolaba la empuñadura de plata del bastón que replicaba la figura de su amada mascota.

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